Por Daniel Roselli. No existe una respuesta lógica. No hay una sola explicación que no sea el amor a la vida, no hay un sentimiento más fuerte que el no darse por vencido, para entender que hayan logrado sobrevivir. “Una de las explicaciones para que Parrado y Canessa hayan logrado llegar, hayan logrado escalar las montañas, es por la ingenuidad, porque es prácticamente imposible lo que hicieron”, dice Eduardo Tuiti Molina* en la oscura noche del viernes 29 de noviembre en el campamento El Barroso, en medio de la Cordillera, junto al río con el mismo nombre.
Formé parte de un grupo que partió desde la ciudad de Mendoza con destino de caminar y atravesará el Valle de las Lágrimas hasta el llegar al Memorial, punto cúlmine de nuestra travesía de tres días. Con el cielo como techo, sintiendo el aire helado, escuchábamos en silencio el relato del trayecto que habíamos hechos tras siete horas de caminata en la subida, rumbo al campamento. También el Tuiti nos explica lo que vendrá al otro día: “subiremos al Memorial, la emoción será muy profunda”.
Habíamos llegado al campamento El Barroso luego de una caminata de poco más de siete horas a través de la cordillera, que comenzó en el valle del Sosneado (provincia de Mendoza), a orillas del Río Atuel.
El sábado
Pasadas las 6 horas del sábado comenzó el movimiento en el campamento; las primeras voces, los tradicionales ´buen día´… y comenzamos a prepararnos para la caminata por el Valle de las Lágrimas. Ese será el camino hacia el Memorial. Un sitio histórico, imposible de reproducir, un lugar que es un homenaje a quienes murieron en la montaña y también, por qué no, un homenaje a quienes pudieron sobrevivir al accidente primero y a la montaña después.
“Seis y media salimos”, se escucha. Y luego de bajar hasta donde llegarán en los próximos días las aguas del deshielo, comenzó el ascenso hacia el Memorial, rodeando la imponente montaña llamada El Sosneado, la misma que durante 72 días observaron desde el fuselaje del avión los 16 sobrevivientes.
Al caminar por las piedras, ascendiendo o descendiendo por el estrecho sendero, con la mochila cargada de indumentaria y a la vez con la historia del Milagro o la Tragedia de los Andes, comenzábamos a recibir en pequeñas dosis, lo que habían vivido y sentido los 16 sobrevivientes.
Bajo nuestros pies, la nieve blanca, eterna, resbaladiza, cambiante, se presenta como hace 52 años atrás. También comenzamos a respirar un aire similar, a sentir la inmensidad de la montaña, a vivir nuestra pequeñez y nuestra debilidad.
Nosotros llevábamos dos días caminando en la Cordillera, con guías experimentados, tomando agua en forma permanente, con comida y sabiendo dónde estábamos. Muy lejooooos estábamos del esfuerzo de los 16 sobrevivientes que tenían a las altas montañas como paredes, el dolor por los amigos y familiares fallecidos, el frío y el viento hostil permanentes, a los que debían resistir y esconderse.
Para los montañistas especializados, para los analistas de supervivencia, lo que lograron Canessa y Parrado no tiene una explicación lógica. Arropados precariamente, con telas impermeables que encontraron en la cola del avión, hicieron sacos de dormir improvisados. Mal alimentados, cruzados por las muertes de sus amigos y familiares, realizaron una épica travesía de diez días por algunos de los picos más altos de las montañas. Decididos a llegar a la parte libre de nieve, Parrado y Canessa siguieron caminando hacia el este, a pesar de todas las dificultades de la escalada y el terrible frío reinante, especialmente por la noche. Escalaron picos de más de 4.600 metros.
Fue el 22 de diciembre de 1972 que llegaron a un pequeño valle sin nieve formado por los ríos San José y Del Azufre. Entonces divisaron a un hombre montado a caballo: se trataba del arriero chileno Sergio Catalán.
Esto es un montón
La caminata esforzada, tranquila, permanece en silencio, cortada por alguna expresión ante tanta belleza de la naturaleza. La cordillera es imponente y nos abrimos camino como hormigas, caminando hacia el lugar que nos espera, que nos atrae, donde está el testimonio de mayor supervivencia de la humanidad, donde están depositados los restos de quienes murieron y fueron vida para aquellos que sobrevivieron.
Las piedras se mueven a cada paso, clavamos los bastones para mantener el equilibrio y continuar avanzando. Imposible sacarse los lentes de sol, el blanco de la nieve nos enceguece y cuando cierro los ojos los veo haciendo lentes precarios con restos de cristales para poder salir al sol y ver esta misma cordillera. En la expedición cargamos agua en los ríos para beber mientras ascendemos y cuando tomamos, sentimos nuestros labios resecos por el viento y el sol. Allí vuelve la imagen de cuando derretían nieve y tomaban agua aquellos hombres muy flacos, consumidos, al costado de un avión destrozado en la inmensidad de la cordillera.
Atravesamos senderos, caminamos en la nieve “pisen la misma huella del compañero”, sentimos y también el estímulo de los guías para avanzar. La belleza de la cordillera nos sorprende a cada paso. Es como si nos premiara por el esfuerzo, como si compartiera con nosotros y nos diera la bienvenida. Pero lo hace con poca amabilidad, con dureza. Sentimos con una indescriptible sensación que el mundo es inmenso, que la cordillera es testimonio fiel del pusilánime paso del ser humano por el planeta y nuestra pequeñez queda al descubierto, concreta, insostenible…
“Miren donde estamos, somos millonarios”, grita el Tuite con su acento mendocino, parado en lo alto de una roca, con el fondo a su espalda del pico nevado El Sosneado. Habíamos parado para almorzar en nuestro ascenso y compartíamos refuerzos de pollo con tomates y piscles. Un recreo y un verdadero lujo que nos permitimos allá, en lo alto de una montaña, observando también la interminable la cordillera.
El camino continuó por estrechos senderos, fueron horas caminando, atravesando ríos con agua helada que bajaba de las montañas. Cuando estamos a poco más de 3000 metros de altura sobre el nivel del mar, comenzaron las palabras de aliento: “vamos que falta poco, vamos que ya estamos”. Hasta allí nos acompañaron los escarabajos como único ser viviente. Después nada.
Ahí, en esos momentos, con poco oxígeno y cansados, la nieve no daba paso por el sendero y tuvimos que ascender por un camino más vertical, más dificultoso, que se nos hizo muy difícil…
Paramos diez minutos a tomar aire y luego continuamos el ascenso, la caminata hacia el Memorial. Avanzábamos pisando a veces piedras a veces nieve, dando los pasos lentos en la misma huella que el compañero, “vamos que es la última subida. Es la última”, pero no era, no era. Y siempre faltaba una más… Hasta que sí, sí, subimos a la última y ante nuestros ojos asombrados apareció un mar blanco de nieve inmenso, bellísimo, grandioso, limitado por las montañas…
A nuestra derecha, como una imagen surrealista se levantaba un risco, un punto que nos atraía, nos cautivaba: el Memorial.
El primer grupo de la expedición avanza como un hilo multicolor hacia el Memorial. También nosotros comenzamos el último trayecto de aquel sitio que permanece impasible, esperando para dar su testimonio de lo que es capaz el hombre por sobrevivir y de que las fuerzas van más allá de lo imaginable.
Llegamos y nos abrazamos, no importaba con quien, cualquiera era suficiente y mucho más. Allí está la cruz con los restos de quienes murieron en la montaña aquellos días del año 1972; ellos no están enterrados porque no se puede cavar piedra, por eso están cubiertos de piedras; también está el homenaje inmortalizado en un mármol negro con los nombres de ellos y los restos del avión que fueron recolectados por la Fuerza Aérea chilena y quedan visibles, no como el fuselaje que están en las entrañas propias del glaciar abrazado por la nieve que lo oculta, lo protege, lo hace eterno.
El memorial está a 3570 metros de altura, los montañistas lo llaman “aleta” porque está levantado de su propio glaciar; se mantiene erguido para homenajearlos y para recibir a aquellos que deseen compartir esta historia con sus 70 metros de largo, resistente a los vientos y la nieve…
Nos sentamos en las piedras, acosados por el viento y el frío. Más alto están los picos donde golpeó el avión, donde los 46 pasajeros sintieron el estruendo y comenzaron a morir, a sufrir, a ser sobrevivientes…
Luego el valle blanco donde se deslizó el fuselaje hasta que finalmente se detuvo y que fue el increíble cobijo para 16 uruguayos durante dos meses. A su espalda, más arriba, fue por donde bajó el alud que los sepultó en una fría noche de octubre y a nuestra izquierda quedan las montañas que treparon Canessa y Parrado en algo que se me antoja imposible y nos llena de admiración, de un sentimiento mezcla de solidaridad y ternura, pensando en lo que habrán sufrido aquellos chicos de 20 años…
Cuando llega el momento y se escucha “tenemos que bajar”, ante mí aparecen las imágenes de hombres barbudos, esqueléticos, con los ojos profundos, sentados contra el fuselaje, esperando un rescate que nunca llegó y que debieron provocar ellos mismos. Son protagonistas, a la fuerza, de la mayor historia conocida de amor a la vida y amor a quien estaba a su lado y hacia quienes los esperaban más allá de la cordillera.
Doy vuelta la cabeza y comienzo el descenso.
*El Tuiti Molina es guía y organizador de expediciones por medio del Valle de Lágrimas hacia “el avión de los uruguayos” y se lo puede encontrar en https://tuititrekkingmendoza.com
Ver a continuación galería de fotos:
La entrada A 52 años del accidente: presenciar lo imposible y vivir la Cordillera de los Andes (parte 1) se publicó primero en El Eco Digital.
El viento frío que nos enfría es el mismo que, hace 52 años, golpeó a los 16 hombres que soportaron 72 días en las profundidades de los Andes después de que el avión Fairchild FH-227D en el que estaban se estrelló en ruta a Santiago de Chile. El artículo «A 52 años del accidente: presenciar lo imposible y vivir la Cordillera de los Andes (parte 1) » fue publicado originalmente en El Eco Digital. Puede encontrarlo en:
Por Daniel Roselli. No existe una respuesta lógica. No hay una sola explicación que no sea el amor a la vida, no hay un sentimiento más fuerte que el no darse por vencido, para entender que hayan logrado sobrevivir. “Una de las explicaciones para que Parrado y Canessa hayan logrado llegar, hayan logrado escalar las montañas, es por la ingenuidad, porque es prácticamente imposible lo que hicieron”, dice Eduardo Tuiti Molina* en la oscura noche del viernes 29 de noviembre en el campamento El Barroso, en medio de la Cordillera, junto al río con el mismo nombre.
Formé parte de un grupo que partió desde la ciudad de Mendoza con destino de caminar y atravesará el Valle de las Lágrimas hasta el llegar al Memorial, punto cúlmine de nuestra travesía de tres días. Con el cielo como techo, sintiendo el aire helado, escuchábamos en silencio el relato del trayecto que habíamos hechos tras siete horas de caminata en la subida, rumbo al campamento. También el Tuiti nos explica lo que vendrá al otro día: “subiremos al Memorial, la emoción será muy profunda”.
Habíamos llegado al campamento El Barroso luego de una caminata de poco más de siete horas a través de la cordillera, que comenzó en el valle del Sosneado (provincia de Mendoza), a orillas del Río Atuel.
El sábado
Pasadas las 6 horas del sábado comenzó el movimiento en el campamento; las primeras voces, los tradicionales ´buen día´… y comenzamos a prepararnos para la caminata por el Valle de las Lágrimas. Ese será el camino hacia el Memorial. Un sitio histórico, imposible de reproducir, un lugar que es un homenaje a quienes murieron en la montaña y también, por qué no, un homenaje a quienes pudieron sobrevivir al accidente primero y a la montaña después.
“Seis y media salimos”, se escucha. Y luego de bajar hasta donde llegarán en los próximos días las aguas del deshielo, comenzó el ascenso hacia el Memorial, rodeando la imponente montaña llamada El Sosneado, la misma que durante 72 días observaron desde el fuselaje del avión los 16 sobrevivientes.
Al caminar por las piedras, ascendiendo o descendiendo por el estrecho sendero, con la mochila cargada de indumentaria y a la vez con la historia del Milagro o la Tragedia de los Andes, comenzábamos a recibir en pequeñas dosis, lo que habían vivido y sentido los 16 sobrevivientes.
Bajo nuestros pies, la nieve blanca, eterna, resbaladiza, cambiante, se presenta como hace 52 años atrás. También comenzamos a respirar un aire similar, a sentir la inmensidad de la montaña, a vivir nuestra pequeñez y nuestra debilidad.
Nosotros llevábamos dos días caminando en la Cordillera, con guías experimentados, tomando agua en forma permanente, con comida y sabiendo dónde estábamos. Muy lejooooos estábamos del esfuerzo de los 16 sobrevivientes que tenían a las altas montañas como paredes, el dolor por los amigos y familiares fallecidos, el frío y el viento hostil permanentes, a los que debían resistir y esconderse.
Para los montañistas especializados, para los analistas de supervivencia, lo que lograron Canessa y Parrado no tiene una explicación lógica. Arropados precariamente, con telas impermeables que encontraron en la cola del avión, hicieron sacos de dormir improvisados. Mal alimentados, cruzados por las muertes de sus amigos y familiares, realizaron una épica travesía de diez días por algunos de los picos más altos de las montañas. Decididos a llegar a la parte libre de nieve, Parrado y Canessa siguieron caminando hacia el este, a pesar de todas las dificultades de la escalada y el terrible frío reinante, especialmente por la noche. Escalaron picos de más de 4.600 metros.
Fue el 22 de diciembre de 1972 que llegaron a un pequeño valle sin nieve formado por los ríos San José y Del Azufre. Entonces divisaron a un hombre montado a caballo: se trataba del arriero chileno Sergio Catalán.
Esto es un montón
La caminata esforzada, tranquila, permanece en silencio, cortada por alguna expresión ante tanta belleza de la naturaleza. La cordillera es imponente y nos abrimos camino como hormigas, caminando hacia el lugar que nos espera, que nos atrae, donde está el testimonio de mayor supervivencia de la humanidad, donde están depositados los restos de quienes murieron y fueron vida para aquellos que sobrevivieron.
Las piedras se mueven a cada paso, clavamos los bastones para mantener el equilibrio y continuar avanzando. Imposible sacarse los lentes de sol, el blanco de la nieve nos enceguece y cuando cierro los ojos los veo haciendo lentes precarios con restos de cristales para poder salir al sol y ver esta misma cordillera. En la expedición cargamos agua en los ríos para beber mientras ascendemos y cuando tomamos, sentimos nuestros labios resecos por el viento y el sol. Allí vuelve la imagen de cuando derretían nieve y tomaban agua aquellos hombres muy flacos, consumidos, al costado de un avión destrozado en la inmensidad de la cordillera.
Atravesamos senderos, caminamos en la nieve “pisen la misma huella del compañero”, sentimos y también el estímulo de los guías para avanzar. La belleza de la cordillera nos sorprende a cada paso. Es como si nos premiara por el esfuerzo, como si compartiera con nosotros y nos diera la bienvenida. Pero lo hace con poca amabilidad, con dureza. Sentimos con una indescriptible sensación que el mundo es inmenso, que la cordillera es testimonio fiel del pusilánime paso del ser humano por el planeta y nuestra pequeñez queda al descubierto, concreta, insostenible…
“Miren donde estamos, somos millonarios”, grita el Tuite con su acento mendocino, parado en lo alto de una roca, con el fondo a su espalda del pico nevado El Sosneado. Habíamos parado para almorzar en nuestro ascenso y compartíamos refuerzos de pollo con tomates y piscles. Un recreo y un verdadero lujo que nos permitimos allá, en lo alto de una montaña, observando también la interminable la cordillera.
El camino continuó por estrechos senderos, fueron horas caminando, atravesando ríos con agua helada que bajaba de las montañas. Cuando estamos a poco más de 3000 metros de altura sobre el nivel del mar, comenzaron las palabras de aliento: “vamos que falta poco, vamos que ya estamos”. Hasta allí nos acompañaron los escarabajos como único ser viviente. Después nada.
Ahí, en esos momentos, con poco oxígeno y cansados, la nieve no daba paso por el sendero y tuvimos que ascender por un camino más vertical, más dificultoso, que se nos hizo muy difícil…
Paramos diez minutos a tomar aire y luego continuamos el ascenso, la caminata hacia el Memorial. Avanzábamos pisando a veces piedras a veces nieve, dando los pasos lentos en la misma huella que el compañero, “vamos que es la última subida. Es la última”, pero no era, no era. Y siempre faltaba una más… Hasta que sí, sí, subimos a la última y ante nuestros ojos asombrados apareció un mar blanco de nieve inmenso, bellísimo, grandioso, limitado por las montañas…
A nuestra derecha, como una imagen surrealista se levantaba un risco, un punto que nos atraía, nos cautivaba: el Memorial.
El primer grupo de la expedición avanza como un hilo multicolor hacia el Memorial. También nosotros comenzamos el último trayecto de aquel sitio que permanece impasible, esperando para dar su testimonio de lo que es capaz el hombre por sobrevivir y de que las fuerzas van más allá de lo imaginable.
Llegamos y nos abrazamos, no importaba con quien, cualquiera era suficiente y mucho más. Allí está la cruz con los restos de quienes murieron en la montaña aquellos días del año 1972; ellos no están enterrados porque no se puede cavar piedra, por eso están cubiertos de piedras; también está el homenaje inmortalizado en un mármol negro con los nombres de ellos y los restos del avión que fueron recolectados por la Fuerza Aérea chilena y quedan visibles, no como el fuselaje que están en las entrañas propias del glaciar abrazado por la nieve que lo oculta, lo protege, lo hace eterno.
El memorial está a 3570 metros de altura, los montañistas lo llaman “aleta” porque está levantado de su propio glaciar; se mantiene erguido para homenajearlos y para recibir a aquellos que deseen compartir esta historia con sus 70 metros de largo, resistente a los vientos y la nieve…
Nos sentamos en las piedras, acosados por el viento y el frío. Más alto están los picos donde golpeó el avión, donde los 46 pasajeros sintieron el estruendo y comenzaron a morir, a sufrir, a ser sobrevivientes…
Luego el valle blanco donde se deslizó el fuselaje hasta que finalmente se detuvo y que fue el increíble cobijo para 16 uruguayos durante dos meses. A su espalda, más arriba, fue por donde bajó el alud que los sepultó en una fría noche de octubre y a nuestra izquierda quedan las montañas que treparon Canessa y Parrado en algo que se me antoja imposible y nos llena de admiración, de un sentimiento mezcla de solidaridad y ternura, pensando en lo que habrán sufrido aquellos chicos de 20 años…
Cuando llega el momento y se escucha “tenemos que bajar”, ante mí aparecen las imágenes de hombres barbudos, esqueléticos, con los ojos profundos, sentados contra el fuselaje, esperando un rescate que nunca llegó y que debieron provocar ellos mismos. Son protagonistas, a la fuerza, de la mayor historia conocida de amor a la vida y amor a quien estaba a su lado y hacia quienes los esperaban más allá de la cordillera.
Doy vuelta la cabeza y comienzo el descenso.
*El Tuiti Molina es guía y organizador de expediciones por medio del Valle de Lágrimas hacia “el avión de los uruguayos” y se lo puede encontrar en https://tuititrekkingmendoza.com
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