Es poco probable que Oliver Stone, el director de Wall Street, el dinero nunca duerme (1987), conociera la existencia de la Compañía Española de Laminación (Celsa) cuando radiografió el manejo empresarial dominante y el culto a las finanzas. Pero la compañía constituida hace 57 años por la familia catalana Rubiralta —uno de los principales grupos siderúrgicos de Europa— encaja en el guion. Resumido, Celsa se enfrenta a una transformación significativa tras una compleja disputa financiera y judicial resuelta el pasado año, que pasó el control de la empresa de la familia fundadora a un grupo de acreedores liderados por bancos y fondos de inversión como Deutsche Bank y Anchorage Capital, quienes ahora son los principales accionistas. El cambio se produjo después de un fallo judicial que avaló un plan de reestructuración bajo la nueva ley concursal española, convirtiendo parte de la deuda en capital.
El grupo catalán, en manos de sus acreedores, vende algunas filiales exteriores para cumplir su plan financiero. El siguiente paso en su hoja de ruta es buscar un inversor español
Es poco probable que Oliver Stone, el director de Wall Street, el dinero nunca duerme (1987), conociera la existencia de la Compañía Española de Laminación (Celsa) cuando radiografió el manejo empresarial dominante y el culto a las finanzas. Pero la compañía constituida hace 57 años por la familia catalana Rubiralta —uno de los principales grupos siderúrgicos de Europa— encaja en el guion. Resumido, Celsa se enfrenta a una transformación significativa tras una compleja disputa financiera y judicial resuelta el pasado año, que pasó el control de la empresa de la familia fundadora a un grupo de acreedores liderados por bancos y fondos de inversión como Deutsche Bank y Anchorage Capital, quienes ahora son los principales accionistas. El cambio se produjo después de un fallo judicial que avaló un plan de reestructuración bajo la nueva ley concursal española, convirtiendo parte de la deuda en capital.
Para los Rubiralta fue un terremoto. A día de hoy, no tienen participación alguna en la empresa, centrada en la producción de acero a partir del reciclaje de chatarra férrica. El pecado de la rama Rubiralta que se hizo con el control de Celsa en 2006 —Francisco Rubiralta frente a su hermano José María, ambos fallecidos— fue crecer a base de deuda.
La empresa —3.500 empleos directos en España; 459 millones de beneficio el pasado año— se enfrenta a un enorme desafío para reducir una deuda acumulada que llegó a 3.000 millones de euros. Los nuevos propietarios han soltado lastre. Han vendido las filiales en el Reino Unido y Noruega al inversor checo Pavel Tykac. Animados por el Gobierno español, los fondos buscan un socio industrial que asegure las raíces del negocio en España y, de paso, comparta las cargas. “Celsa dedicará íntegramente los fondos recibidos tras la desinversión en las filiales del Reino Unido y de Noruega [unos 600 millones] a la reducción del endeudamiento”, aseguran los nuevos dueños.
Las dos partes, fondos inversores y Ejecutivo español, actúan con lógica. Cada uno con la suya. Por un lado, el Gobierno está preocupado porque Celsa representa un 1% de las exportaciones totales del sector industrial español y el 9,6% de las exportaciones del sector metalúrgico. Por el otro lado, los fondos saben de sobra la importancia de mantener engrasada la relación con la Administración del país en el que está la sede de la compañía (Castellbisbal, Barcelona), la mitad de sus centros productivos en Europa —50 de un total de 120— y buena parte de las expectativas de negocio futuro.
En ese marco, los fondos han realizado dos movimientos significativos en el último año. Uno, el nombramiento de Rafael Villaseca —ex consejero delegado de Gas Natural Fenosa y bien relacionado en las esferas económico empresariales de Cataluña y de España— como presidente no ejecutivo de la compañía; y dos, la escenificación de la búsqueda de un socio que complazca al Gobierno español. La pasada semana, Celsa anunció la contratación de Grant Thornton y Citigroup como agentes en la búsqueda del socio que exige el Gobierno desde hace un año. Entre los candidatos figuran o figuraron hace unos meses compañías como Sidenor y Megasa (familia Freire) que no dan información al respecto.
Ayudas en el limbo
Hay dinero en el horizonte. El Gobierno, a través de la SEPI, aprobó en 2022 una ayuda de 550 millones para ayudar a la siderúrgica tras el desplome del negocio que provocó la pandemia. La ayuda estaba condicionada entonces a los compromisos entre deudores y acreedores. Con los juzgados de por medio y el traspaso forzado de la propiedad, el dinero público no ha llegado a la empresa.
Tras la venta de algunas de sus plantas, Celsa tiene todavía presencia en Dinamarca, Finlandia, Francia, Irlanda, Polonia y Suecia. Son bazas para achicar más deuda. “De momento”, aclara la compañía, “se ha paralizado la venta de la filial de Polonia”. La reserva tiene sentido. Celsa es uno de los tres mayores fabricantes europeos de perfiles estructurales, que son de los productos más rentables en la siderurgia. Los produce en España y en Polonia. Son fundamentales para la construcción de edificios y se utilizan para estructuras de puentes, soporte de equipos industriales, techos y divisiones.
Andrés Barceló, director general de la patronal española del sector siderúrgico, Unesid, describe el momento del mercado internacional del acero de la siguiente forma: “Una situación en general de depresión que en Europa está marcada por el excesivo coste regulatorio en materia medioambiental; una demanda baja, muchas incertidumbres, y una fuerte presión importadora”. Malo para el negocio en general, pero con una excepción muy interesante para Celsa. “En España la situación no es tan mala”, apunta Barceló, “porque la economía, aunque no sea por la industria, está creciendo mucho más de lo esperado”.
En el lado contrario —factores negativos— lo que más pesa en el sector siderúrgico europeo es la eliminación gradual de la asignación gratuita de derechos de emisión y la puesta en marcha del Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono (CBAM) con el horizonte 2034. El objetivo del CBAM es poner un precio justo al carbono emitido durante la producción de bienes intensivos en carbono que entran en la UE. Malo, según la patronal Unesid. “Suponiendo que funcione bien, arreglaría el mercado único, el mercado interior”, sostiene Barceló, “pero pone una dificultad enorme a las compañías para competir en el mundo internacional. ¿Por qué? Porque las empresas van a tener en 2034 que absorber los costes de CO2, básicamente que es el coste máximo. Las previsiones más optimistas plantean que en 5 años se ponga como mínimo en 100 euros [por debajo de 70 euros en estos momentos]”.
Son puntos de vista y también de plazos. A largo, la siderurgia tiene futuro. El informe de KPMG 2024 sobre el sector destaca que el World Economic Forum (WEF) estima que la demanda de acero podría crecer en un 30% para 2050. Buena noticia para el sector. Con matices. La tecnología de producción más utilizada en la actualidad, la acería de oxígeno básico, requiere de grandes cantidades de carbón para operar, lo que en promedio contribuye con entre el 7% al 9% de las emisiones totales de dióxido de carbono (CO2 ) —1,9 toneladas de CO2 por tonelada de acero producido—. Lo dice la Agencia Internacional de Energía (IEA): el acero está cada vez más en el centro de los debates sobre descarbonización.
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