Durante mucho tiempo, la inflación pareció una bendición del cielo. Suponía el reverso de la deflación, la caída de precios a causa del desplome de la actividad, de la recesión. Así que el alza continuada de precios era signo de vida, de crecimiento económico y del empleo. Además, desde la óptica financiera, mellaba la deuda: pública, ergo menos coste de financiarla; de las empresas, ergo más margen para invertir; de las familias, ergo un impulso al consumo, o un alivio a la carga hipotecaria. Al cabo, aumento de la demanda agregada. El lema era: pleno empleo, aunque fuese a costa de alta inflación.
La trayectoria descendente del paro reconduce la preocupación social hacia los efectos negativos de la inflación
Durante mucho tiempo, la inflación pareció una bendición del cielo. Suponía el reverso de la deflación, la caída de precios a causa del desplome de la actividad, de la recesión. Así que el alza continuada de precios era signo de vida, de crecimiento económico y del empleo. Además, desde la óptica financiera, mellaba la deuda: pública, ergo menos coste de financiarla; de las empresas, ergo más margen para invertir; de las familias, ergo un impulso al consumo, o un alivio a la carga hipotecaria. Al cabo, aumento de la demanda agregada. El lema era: pleno empleo, aunque fuese a costa de alta inflación.
Encima, sabios economistas cuantificaban la correlación entre más inflación y menos paro. El neozelandés William Phillips inventó en 1958 la curva que se bautizó con su apellido, y que sintetizaba la relación inversa entre paro y alzas salariales; y Paul Samuelson con Robert Solow la extendieron en 1960 a precios y desempleo. Olvidamos colectivamente las “externalidades negativas” (los malos efectos colaterales) del alza de precios: la erosión del poder adquisitivo, que la configuró como un “impuesto a los salarios”; el encarecimiento de las hipotecas futuras (aunque abaratando las antiguas) o el obstáculo a la inversión productiva, al encarecer también el precio de su sustrato, el crédito.
Las crisis petroleras de los setenta reactivaron el recuerdo de las lacras de la hiperinflación en los años veinte y treinta, que habían pavimentado una crisis social de campeonato subsiguiente a la Gran Depresión, y el ascenso del nazismo. El péndulo giró en favor de controlar la inflación, aunque fuera a costa de mayor desempleo. Ahí triunfó la política monetaria restrictiva de Paul Volcker, cruel a corto plazo; y saneadora a largo, aunque a un precio social excesivo. Más recientemente, las políticas de expansión cuantitativa de Ben Bernanke y Mario Draghi revisitaron los mejores tiempos de elusión de la crisis y el retorno al crecimiento y al empleo. Cuando la posterior y excesiva política restrictiva de Jerome Powell y Christine Lagarde agoniza, visitamos un nuevo escenario, sobre todo en EE UU y en España, para las añejas vinculaciones entre precios y paro.
Pese a que la inflación capotó sobre todo gracias al desplome de su componente energética, los precios siguen subiendo, aunque a menor ritmo. Y eso ha contribuido al descrédito del dúo Biden-Harris, aunque sea injustamente. Los incrementos de precios primero nos sorprendieron por su brusquedad, el litro de aceite a diez euros se fijó en la retina, y ahí quedan, aunque luego haya bajado: desazonan por acumulativos, o irritan por especulativos. Se generó una “miopía selectiva”, como recoge Manuel Alejandro Hidalgo (Cinco Días, 26/11). Mientras, difuminamos el gozo de la mejora salarial, más lenta, pero que al cabo iguala o supera la curva de precios —el grueso de las pérdidas pandémicas de poder adquisitivo se ha recuperado, aunque no en todas las clases sociales—, porque está muy justificada, ya que nos la merecíamos sobradamente.
¿Y el empleo? En tiempos de paro abrumador, era la gran inquietud. Al mejorar su registro, baja la preocupación. Nos sucede lo que al elector británico de 1945, que se adormece descontando la (justa, claro) victoria: Winston Churchill ganó la guerra rindiendo a Hitler el 9 de mayo; pero fue desbancado del poder y no pudo firmar la paz en Potsdam el 2 de agosto. Las victorias consumadas cotizan a la baja en el mercado de la memoria electoral; las derrotas pueden auparse al alza.
Arriesguemos una hipótesis. Una larga trayectoria de descenso del desempleo disminuye la preocupación social que genera (pero la mantiene en algún grado si se trata de empleos precarios, que no permiten cubrir la necesidad de vivienda; o si los cubre mayormente la inmigración) y vehicula la inquietud hacia los efectos negativos de la inflación. Siempre vivos en la percepción del ciudadano-consumidor. Hiere el coste de la botella de aceite. Y apenas consuela que el sobrino logre empleo.
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